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  • Foto del escritorKaren Lentini Gómez

«Paladear es una forma más de leer, una vía para aprehender el mundo…

Actualizado: 4 nov 2020


Lena Yau fotografiada por Emilio Kabchi


«…Eugenio niño jugaba a ser panadero. Su padre le daba masa que él moldeaba en forma de letras. Luego las horneaba y se las comía. Supo entonces que el universo entero cabía en veintiocho letras…»                                                          Lena Yau poema a Eugenio Montejo


Lena Yau (Caracas, Venezuela, 1968) Después de escribir la novela Hormigas en la lengua  editada en Estados Unidos, continúa desarrollando su talento como poeta y cuentista, publicando en España, Bolivia y Venezuela. Es la primera narradora venezolana incluida en la revista literaria Puñado en Brasil. Actualmente está terminando su próxima novela y preparando un ensayo ficción sobre literatura y gastronomía. Lena Yau, una hedonista de la literatura gastronómica que acaricia y mordisquea con su sensibilidad y su pluma.


Descubriste la conexión entre la comida y la literatura a través de un cuento,con una frase sobre el pan y la sal ¿Qué es para ti la literatura el pan o la sal?


«Te amo como el pan a la sal». Esa fue la respuesta de la princesa a la pregunta de su padre: ¿Cuánto me amas? El rey se ofendió al sentir que su hija lo relacionaba con algo tan simple como el pan y la sal. La desterró. No comprendió el símil, lo sintió como un desprecio. La literatura es todo lo que contiene un esquema de llaves que se llama vida. Para llegar al pan hay un camino de mieses, de cosecha, de agua moviendo molinos, de harina, fermentación, masa madre, manos, reposo, crecimiento, calor. La sal va y viene en olas que abaten rocas, se cristaliza en retículas color pastel, se apila en pilotes que invitan a la escalada, la sal es el sabor de los sabores, me dijo un afinador de quesos durante una cata; la sal conserva y corroe. Pan y sal son verdades rotundas, entrañan pureza y crueldad. El pan, sostiene. La sal, aviva. Todo eso es literatura. Lo que hay antes de ambos elementos. Lo que hay durante. Lo que hay después.


La poeta venezolana Hanni Ossot decía: «Lo mío no es una poesía espontánea, que burbujea y sale por inspiración». Lena Yau no cree en la inspiración ¿Paladear el mundo no es una forma de inspiración? Paladear es una forma más de leer, una vía para aprehender el mundo, un modo de traducir, un recurso para decodificar. Es observar con la cavidad bucal y el olfato. Papilas, lengua, velo, úvula, dientes y receptores nasales atendiendo estímulos que concentran experiencias, emociones, desagrados, onomatopeyas, sinestesias, atmósferas, símbolos, estremecimientos. Pero no hay inspiración allí; hay memoria. Las palabras de Hanni Ossot apuntan, aunque use la palabra inspiración, a la revelación. A ese instante que nos entrega una imagen, un sonido, una idea que pide ser volcada en escritura. Ese fulgor es también lectura (saber verlo) y memoria (saber llevarlo a la hoja en blanco). Pero la idea de la inspiración a la que se suele recurrir es un tópico, una distorsión romántica de un oficio. La inspiración no existe. Existen las lecturas atentas, los horarios, la disciplina, la constancia, y el escritorio.


Tu poesía y tus relatos son itsmos que unen dos tierras, España y Venezuela; dos artes, literatura y gastronomía; dos mundos, lo tangible y lo onírico…


Me gusta mucho la asociación con un accidente geográfico porque es otra de mis fijaciones: el paisaje, cómo se comunica con nosotros, cómo nos comunicamos con él, cómo lo comunicamos entre nosotros. Me conmueve rodear una isla, entender un volcán, la posibilidad de hacer equilibrio sobre un istmo. Supongo que por la misma razón me muevo entre horizontes, me columpio en ellos, los enlazo, los trenzo. Creo que en un momento dado, difuminé los límites entre realidades que representan un cerca acentuado en el lejos y las apilé como transparencias que dejan ver la imagen nítida y la superposición, simultáneamente. Las tierras, las artes, los mundos, que mencionas, se nutren entre sí, se asisten, se comprenden el uno en el otro. Si estoy en España, miro hacia Venezuela y cuando estaba en Venezuela, miraba hacia España. Leo y mi filtro es la mesa y al comer entiendo los platos como literatura. Despierta me escribo en sueños y durmiendo recojo el naufragio del día. Eso se refleja en mi escritura tanto en el fondo como en la forma y también allí emborrono la frontera: mi poesía se acerca a la prosa, mi narrativa busca lo lírico.


Los escritores escriben de aspectos que resuenan en ellos, a veces sobre temas que les perturban aunque esta perturbación no siempre es consciente ¿Identificas alguna inquietud que se manifestara durante o después del proceso de escritura de Camino de españoles?


Quizás el ahogo y la claustrofobia que siento viviendo tan lejos del mar. Bachelard escribió en El agua y los sueños que tenía treinta años cuando vio el océano por primera vez. Eso es algo que me cuesta asimilar. ¿Cómo se vive sin conocer el mar? Y, otra vez Bachelard, confiesa en el mismo libro, ser un hombre de arroyos y ríos. Yo, a pesar de que también he vertebrado mi vida, no me entiendo con el agua dulce. La conozco de muchas formas: ríos, lagunas, represas, préstamos, pantanos, manantiales. Pero no me veo en ella. Me veo en el mar, en las olas, en el salitre. Mi mar en este lado del mundo está en Lanzarote.


El relato El extraño caso de la sábana faltante lo percibo como una representación escénica, una comedia, quizá microteatro ¿Existe alguna filtración del teatro en tu escritura? ¿Qué papel cumple la observación en la forma de escribir de Lena Yau?


La observación es fundamental para escribir. Hacerse invisible para mirar sin interrupciones, sin ruido, sin fiscalización. De allí la búsqueda constante de silencio. Escribir es tratar de retener algo para que ese algo sobreviva, en palabras de Georges Perec. El primer paso es la observación. Lo cotidiano es una fuente de historias. Lo infraordinario, volviendo a Perec, también. Después vienen las maneras de contar. No soy una gran lectora de teatro y tampoco asisto con frecuencia, solo cuando amigos queridos presentan sus obras, dirigen o actúan. Creo que el teatro que he leído y releído es el de Elisa Lerner. Pero no siento que se haya filtrado en mí o no soy consciente de ello. El sentido del humor, en cambio, sí es una constante. Me reí mucho escribiendo El extraño caso de la sábana faltante y me vuelvo a reír cuando lo releo.


Afirmas que no tienes rituales para escribir pero lo más cercano a ello es «enaltecer el silencio». Una voz poética corpórea, sensorial, tu voz ¿Cómo enaltece el silencio? En términos prácticos levantándome a leer y a escribir cuando el resto duerme. Pero siempre he tenido una especie de burbuja que me aísla del ruido. El silencio no es la nada. El silencio es un universo en el que existen las herramientas no materiales para crear.


Carta a la madre es un cuento incluido en una antología publicada en Bolivia, homenaje a la autora de Frankestein, Mary Shelley. Cada escritora debía crear un relato a partir de un órgano y a ti te asignaron el hígado. Es una historia llena referencias: Walter Benjamín, Nabokov, Ulises. Mencionas la leyenda canaria de San Borondón y la venezolana La Sayona. Parece una ensoñación en la que se vuelven a fundir la naturaleza, el cuerpo, parte de tus obsesiones y guiños a las dos culturas que conviven en ti ¿Cómo te has enfrentando a la página en blanco con este «ejercicio narrativo»?


Es un privilegio estar en Carne de mi carne. Estoy muy agradecida a las editoras, Giovanna Rivero y Magela Baudoin. Compartir espacio con autoras a las que quiero y admiro fue un regalo y un reto. Cuando me escribieron la propuesta dije que sí con los ojos cerrados y crucé los dedos para que me tocara el estómago del monstruo. Ellas, que son extraordinarias, me asignaron el hígado, y yo me quedé un poco perpleja. ¿Qué se puede escribir con un hígado? Pensaba en aquel momento que era un órgano poco carismático, difícil de trabajar, un antipático responsable de la hiel. Gancho en el hígado. Trasplante de hígado. Hígado encebollado. Eso y más venía a mi mente. Trabajé sin mapa y entregué una primera versión. Las editoras se dieron cuenta de que estaba huyendo de algo en la ficción, me pidieron que mantuviera el tono lírico y que desde allí explorara sin miedo. Eso hice (con miedo). Al terminar la versión definitiva descubrí muchas cosas, comprendí otras. La página en blanco fue un abismo que terminó enseñándome.


¿Qué te enseñó?


Me enseñó a explorar más. Tengo tendencia a esquivar, a evadir, si siento vértigo salgo corriendo. Tardo en cerrar lo que escribí porque doy muchas vueltas, trabajo en vías llenas de vericuetos y curvas para huir de lo que me incomoda. Comprendí que lo incómodo es una herramienta de trabajo. Y sí, hay temas que no he escrito, puntos que no he tocado. En este instante pienso en la violencia y los malos tratos (físicos y psicológicos) y la maternidad (más específicamente la experiencia que viví como madre de un seismesino). Probablemente hay más pero los que tengo claramente identificados son esos que menciono. No tengo pensado escribir sobre eso en corto plazo, creo que todavía no es el momento.


Tu novela publicada en la editorial Sudaquia en Nueva York, Hormigas en la lengua  es una imagen dual, un juego de palabras que al mismo tiempo puede evocar una sensación placentera o desagradable; y referirnos a la lengua como órgano, o como idioma. Me gustaría que nos explicaras este título y su relación con los personajes.


La explicación puntual está dentro de la novela. Sumito Estévez, en una entrevista para su programa Diario de un chef (emitido por IVC Network/Direct TV) me preguntó si alguien que yo conocía había tenido hormigas en la lengua. Yo, le contesté, entre risas, un poco por la vergüenza que siento al hablar de mí, al confesar ciertas cosas. Le expliqué que de niña me fascinaban las hormigas del azúcar; unas hormigas mínimas y de color marrón rojizo que se mueven muy rápido y que inundan las azucareras cuando se dejan destapadas. Una amiga me dijo: pruébalas, saben dulce; y eso hice: posé la yema de mi dedo pulgar sobre el azúcar y me lo llevé a la boca. Mi lengua se llenó con el estallido de los cristales y con las cosquillas de las hormigas. Lo cierto es que las hormigas en la lengua, traspasan el titulo y las anécdotas de la ficción (Douglis) y de la realidad (mi experiencia) y establecen una relación simbólica con el habla y con la mesa. Las palabras y sus formas (giros idiomáticos) mediadas por un horizonte cambiante (países de procedencia y países de arraigo). Alimentos y sus preparaciones condicionados por ese mismo horizonte que acabo de describir. Todo eso tiene que ver con la historia de los personajes: algunos hijos de emigrantes arraigados en Venezuela y otros, venezolanos de incontables generaciones. Hormigas en la lengua es esa extranjería real, accidental, amada, odiada que viven algunas personas. Una historia siempre itinerante. En la novela el habla de los personajes está sujeta a su modo de comer: el modo que aprendieron en casa, el modo que rechazaron y el modo en que se defienden de la vida. Por otro lado, tengo algunos fetiches que se reflejan en mis trabajos. Las hormigas, los peces, el pulpo, las bromelias, son algunos de ellos.


«En un país donde hay escritores de diferentes gamas, el lector puede tener preferencias y no un único poeta o novelista. Es ese un país donde el espíritu se asoma generosamente». La anterior  reflexión es de Elisa Lerner otra de nuestras grandes narradoras venezolanas. ¿Podrías aportar con una imagen gustativa lo que piensas de la literatura venezolana?


Huevas de lisa y cerveza de tercio. Tal vez porque es uno de los placeres que más disfruto y añoro y porque ese mínimo bocado-trago estalla en paisaje, oficio, saber, terroir, simbolismo, proximidad, pertenencia, educación sentimental, sonoridad, permanencia, insistencia, desafío al reloj, arraigo y universalidad.


Publicada el 14 de febrero en Revista Venezolana

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